Encuentro con mi asesino


A los doce años tuve uno de los dos sueños más horribles de mi vida. Yo era un hombre mayor, me veía las manos y eran arrugadas y con la piel llena de pequeñas manchas que parecían semillas esparcidas con un soplido. Tenía una cita con alguien (aunque no recordaba con quién) en La Salle de Premià, la escuela donde yo estudiaba. Era muy extraño porque al llegar a la escuela no había nadie y, sin embargo, se oían murmullos por todo el patio, como si hubiera una multitud hablando de sus cosas. Asustado, entraba al edificio por una puerta lateral. La luz de fuera se derramaba por los ventanales, haciéndome parpadear. Ya he dicho que era viejo, y me costaba un terrible  esfuerzo subir las escaleras. Sentía que me ahogaba, que las piernas pesaban una tonelada. Nada más llegar al segundo piso, tenía un mal presentimiento, la certeza de que estaba a punto de morir. Miraba por el hueco de la escalera y veía subir a alguien muy deprisa. Era un desconocido. Un hombre de unos treinta y tantos, moreno, muy delgado. Todo en él era negro. Zapatos negros. Traje negro. Pelo negro. Ojos negros.  Levantaba la cabeza y me miraba con una expresión distante, como si él también estuviera soñando, como si fuera un sonámbulo traído hasta ahí contra su voluntad. No decía nada. Simplemente, sacaba un cuchillo muy delgado, con una hoja brillante de unos quince centímetros, y seguía subiendo  la escalera. Tan deprisa que parecía la sombra de una película de dibujos animados. Yo me quedaba paralizado por el miedo. Quería huir, pero me quedaba quieto ahí, agarrotado. De algún modo comprendía que era inútil tratar de resistirme. Que él siempre acabaría venciendo. Él era el motivo de que yo estuviera ahí. Era mi cita, la que había olvidado. Pestañeaba, el hombre se materializaba ante mí, fijaba el abismo de sus ojos en los míos y me hundía el cuchillo en el estómago.

Treinta y siete años después, aún sigo sintiendo aquel  pinchazo,  el escalofrío, la subida de adrenalina, la nausea, la debilidad y el abandono que me invadieron  en ese momento, justo antes de despertar.

Mis amigos dicen que solo fue eso, un simple sueño. Pero yo, por si acaso, todos los días, al despertar, lo primero que hago es mirarme las manos.  Trato de localizar pequeñas manchas en la piel, como semillas esparcidas por un soplido. Cuando las encuentre, sabré que tengo una cita.

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