Hace veintitantos años (fue al principio de mi primer matrimonio, en el piso de la calle Verdaguer) tuve un vecino que había comido carne humana. Lo sé porque él mismo (Álvaro) me lo acabó contando una noche que vino a cenar con su mujer (Ana). La cena (albóndigas con sepia que cociné yo) había terminado hacía rato. Mi ex (Laura) y Ana se habían metido en la cocina, se las oía hablar entre susurros y sonidos de platos y cubiertos encajando en el tetris del lavavajillas. Álvaro me caía bien. Era mayor que yo, cuarentón, pero estaba lleno de energía. Tocaba la trompeta. De hecho, así nos conocimos: una noche se puso a practicar con su nada discreto instrumento a las tres de la madrugada. Yo tenía que levantarme temprano y fui a quejarme. Él se disculpó, y al día siguiente Ana y él se presentaron en casa con una botella de Moët Chandon. “Si vuelvo a ensayar a esas horas, me das con ella en la cabeza”, me dijo. Les invitamos a pasar, en un santiamén nos bebimos entre los cuatro la botella y así comenzó nuestra amistad. Total: que esa noche (la noche de su confidencia), mientras las mujeres hablaban de sus cosas en la cocina, Álvaro y yo nos habíamos sentado en el sofá, amodorrados como dos lagartos al sol. Sonaba un disco (Bilie Holiday, seguramente, a mis veintitantos siempre que venía alguien a casa ponía Bilie Holliday) y fumábamos un par de puros gigantescos y bebíamos coñac a pequeños sorbos. Tal y como lo recuerdo, llevábamos un buen rato en silencio. Entonces, de pronto, como si fuera lo más normal del mundo, Álvaro me lo dijo:
-Una vez tuve que comer carne humana.
Le miré, suponiendo que se trataba de una broma. Pero al ver la expresión de su mirada supe que no, que lo había dicho en serio.
Yo acababa de terminar la carrera de periodismo. En teoría me habían entrenado para saber qué preguntar en todo momento, para extraer hábilmente información. Y, sin embargo, lo único que se me ocurrió preguntarle a mi vecino fue:
-¿Y a qué sabe?
Él pestañeó. Abrió la boca para decir algo, pero siguió en silencio.
Nuestras mujeres salieron de la cocina.
-¿Qué, salimos a bailar?
Puse como excusa que me sentía muy cansado. Al cabo de un mes, Álvaro y Ana dejaron su piso de la calle Verdaguer y se fueron a vivir a Barcelona.
Nunca volví a verles.
Nunca olvidaré la expresión de su mirada.
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