Vi el otro día por casualidad a mi doble del barri de Gràcia (fue a la salida del Verdi, después de haber llorado hasta quedarme deshidratado con el último dramón de Zhang Yimou) y caí en la cuenta de que aún no os había hablado de ellos, de mis dobles. Los tengo repartidos por todo el mundo y es una ventaja, un modo como cualquier otro de vivir distintas vidas sin temor a meter la pata.
Pierre, por ejemplo (mi doble de París) es taxista y padre de seis hijos, aunque, de niño, le hubiera gustado ser pintor impresionista de los que plantan el caballete en Montmartre y ya no se mueven en todo el día (la vida es así de injusta). Mi doble veneciano (que usa un nombre falso cada vez que sale por la noche) es asesino en serie. Incluso una vez estuvieron a punto de trincarle, pero dio la casualidad de que otro de mis dobles, el arquitecto de Murcia, se encontraba visitando la ciudad de los canales, corrieron a esposarle nada más bajarse de una góndola y ahora está entre rejas. Tengo un doble en las islas Fiyi que trepa como un mono a los cocoteros, y un doble en Washington D.C. que votó dos veces por Bush y se santigua cada vez que roba un puñado de clips de la oficina donde curra desde los veinte. Hay que ser capullo. En fin. Conozco hasta el último detalle de la vida de mis dobles porque todas las noches sueño con ellos y contemplo una especie de teaser de lo que han hecho durante el día. Supongo que ellos también me sueñan y me juzgan, saben dónde vivo y cómo localizarme si algún día vienen de visita a Premià de Mar. Mi doble de Gràcia (el que me queda más cerca) también me vio a la salida del Verdi, e hizo lo que hacemos todos los dobles cuando nos reconocemos: cambiar de dirección rápidamente. No es que le caiga mal, es que nos lo tenemos todo dicho.
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