Por fin consigo ir en visita guiada a la exposición sobre Georges Méliès del Caixafòrum. Se titula «La magia del cine», pero perfectamente podría haberse titulado «La creatividad». Méliès fue mago, dibujante, guionista, director, escenógrafo, construyó su propia cámara de cine, diseñó su propio estudio, el vestuario de sus películas, se encargó de los efectos especiales…
En fin: un genio. De los de verdad, de los que se cuentan con los dedos de las manos.
Abandonarse a la creatividad sin límites, apasionadamente, como Méliès, tiene un inconveniente: es fácil olvidarse de las cosas más prácticas de la vida, como firmar de vez en cuando un contrato para sacar algo de provecho de lo que haces. Digamos que en un extremo de la naturaleza humana estaría Méliès y, en el opuesto, Emilio Botín.
Naturalmente, acabó arruinado. Más que eso: enloquecido, quemó sus películas y acabó vendiendo juguetes en una estación de tren. Es lo que cuenta «La invención de Hugo».
Sí, vale, es cierto que tuvo su momento «Searching for sugar man» y que, al final de su vida, le dedicaron algunos homenajes.
Pero el mal ya estaba hecho. Y a la salida de la exposición, después de babear con el brutal talento de este hombre para todo lo que tocaba, no puedo evitar sentir un punto de rabia. Ojalá en un futuro próximo (que pueda verlo mi hija, por ejemplo) se reconozcan más los méritos de los Melieses y menos los de los Botines.
Mientras, la humanidad seguirá en la luna. Y tuerta.
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