Hoy me he puesto el otro reloj, el cuadrado.
Lo hago cada cierto tiempo, cuando noto que la vida empieza a estancarse y parece que no sucede nada (seguro que también os ha pasado). A lo mejor hace tiempo que no veo a mis amigos; o he mandado un proyecto y no recibo respuesta; o, simplemente, llevo demasiados días en blanco, sin que se me ocurra ni una buena idea. Entonces, sin pensarlo, dirijo la vista a mi muñeca izquierda y, de algún modo, sé que la culpa de todo la tiene el puñetero reloj. El que lleve puesto en ese momento.
No soy supersticioso. Es mucho más profundo que eso. A lo largo de las últimas décadas he comprobado que existe una indiscutible relación causa-efecto entre los días que hace que llevo el mismo reloj de pulsera y los giros que da mi vida.
Hoy, por ejemplo: hacía dos o tres semanas que no me ocurría nada especial. Iba tirando, simplemente. Vivía por inercia, por aquello de que respirar es instintivo (exigía aire trece veces por minuto, como diría Celaya). Pero entonces me he despertado, y lo primero que he visto es el reloj rectangular en mi muñeca. Y he pensado: «Ahí está la causa: qué cabrón». Y he corrido a cambiarlo por el otro, el reloj cuadrado.
Me he duchado, me he tomado el café con leche descafeinado y los cereales integrales con chocolate y he salido a comprar el periódico. Al volver, tenía un mensaje en el contestador. Era una llamada que, en condiciones normales, debería de haberse producido hace cerca de un mes. Una llamada cojonuda, de esas que abren de par en par la puerta a la esperanza. Una llamada-subidón. Un giro.
Total: que a partir de ahora, la vida es fácil. Si dentro de dos o tres semanas no ha sucedido nada más, volveré a ponerme el reloj rectangular. Y así todo el tiempo.
Seguro que el dueño de Zara empezó así.
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