He tardado 44 años en escribir una novela.
Empecé a escribirla a los 7, cuando mi abuela Sión me hizo soltar uno de los tebeos a los que era adicto (creo que era un Tío Vivo), me agarró de la mano y me llevó hasta la única librería que había en el pueblo, la del señor Muñoz.
-¿Ha llegado lo que le encargué? –le preguntó.
Por toda respuesta, el señor Muñoz apuntó una sonrisa bajo su frondoso bigote, se agachó rápidamente debajo del mostrador y, como si fuera un mago, volvió a aparecer con un paquete envuelto con un lazo rojo. Era un regalo de mi iaia para mí, un precioso ejemplar de “Las mil y una noches” que todavía conservo. Ese fue mi primer libro de verdad, el primero que hizo que me olvidara durante semanas de todo lo que ocurría en el aburridísimo mundo real.
Y así, hasta ahora.
La novela que he tardado casi toda mi vida en escribir se titula “La niña que hacía hablar a las muñecas”; y, aunque por el camino he escrito otras, esta la considero especial. No habría podido escribirla a los veinte, cuando confundía literatura con apasionamiento y era capaz de teclear tres cuentos en una noche, encendiendo un cigarrillo con otro; ni a los treinta, cuando me preocupaba tanto el cómo que olvidaba el qué. El secreto para poder escribirla es que he tenido tiempo de vivir, o, lo que viene a ser lo mismo: de leer muchos libros más. Por eso la novela tiene esta dedicatoria:
“A mi iaia Sión. Ella y mi padre me hicieron escritor.”
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