Un breve cuento idiota


Un señor sale del Metro y decide comer en la terraza de una marisquería de moda. Se sienta farfullando en la única mesa que no está reservada, la que queda empotrada entre un buzón y un contenedor de residuos orgánicos. El señor espera unos minutos. Levanta el dedo índice. Se aclara la garganta y grita: “¡Estoy aquí!” Patalea en el contenedor con los dos pies. Arranca el mantel acribillado de excrementos de paloma y lo usa de pancarta después de haber escrito en él: “¡Atiéndanme de una vez, joder, que no tengo todo el día!”

El camarero se acerca de mala gana. El señor, sin mirarle, señala una enorme langosta que ejecuta cabriolas circenses en el acuario.

-Ya. ¿Y para es-pe-rar? –pregunta el camarero, recalcando con ironía cada sílaba.

-Aceitunas sin hueso –gruñe el señor-. Y un vaso de agua. Del grifo.

El camarero escupe al suelo con rabia y entra en el restaurante. Al cabo de una eternidad regresa. En la bandeja lleva un platito con seis olivas, un vaso vacío, un vaso lleno de palillos y una botella de litro y medio del agua más cara.

-¡La he pedido del grifo! –protesta el señor.

-No nos queda.

El señor masculla algo entre dientes. Respira hondo. Cuenta mentalmente hasta diez. Sigue sin calmarse. Lleno de rabia, coge un palillo. Fija la mirada en una aceituna y se imagina que es un ojo (extremadamente verde, retocado con photoshop, quizá) del camarero. Se concentra en ensartarlo. Apunta. Falla. La aceituna (porque es una aceituna, no un ojo, sólo entonces se da cuenta) sale disparada. En la mesa de al lado hay una señora fugada de un cuadro de Botero que se dispone a sorber un café con leche hirviendo. La aceituna se anticipa. Se desliza entre el borde de la taza y la nariz de la mujer y le salpica un ojo con café con leche hirviendo. La gorda se levanta gritando y pestañeando, chilla, pestañea, ruge, pestañea. Da dos pasos a ciegas y clava la rodilla en la entrepierna del camarero, que acababa de extraer del acuario la langosta del señor.

El camarero se queda sin aliento. Dice “¡Uf!”, y la langosta se le escapa de los dedos. Vuela por los aires, rebota contra el sombrero mexicano de un turista que pasaba por allí y va a parar al asiento del copiloto de un descapotable que, justo en ese instante, se detiene ante el semáforo. El semáforo se pone verde. El conductor del descapotable (que no ha visto caer la langosta) sube al máximo el volumen del equipo de música y pasa de cero a ciento ochenta en tres segundos. Llega a la autopista con los neumáticos sacando humo y los doce altavoces a punto de explotar.

Estresada por tantas emociones, la langosta decide vengarse de su secuestrador: escala el respaldo, da un salto, aterriza sobre su cabeza y le pellizca la nariz con toda la fuerza de su pinza izquierda (es una langosta zurda). El del descapotable grita de dolor y de pánico a partes iguales. Suelta el volante y se pone a buscar en la guantera una pistola o un objeto contundente o algo, lo que sea, para defenderse. El coche se desvía. Rompe la valla lateral de la autopista, atraviesa unos naranjales, recorre bosques, cae por barrancos profundos, y por fin, dando vueltas y más vueltas de campana, atraviesa la alambrada que protege una estación secreta del ejército de los Estados Unidos (de América). El radar del Pentágono detecta un ataque suicida y, en legítima defensa, dispara misiles con cabezas nucleares en todas direcciones.

Total, que mientras el señor sigue quejándose al camarero porque la langosta tarda, se oye un Pum fugaz y el mundo se destruye.

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