La vida


Al principio dormían siempre juntos, pero con los años Juan se fue volviendo más y más nervioso, y los ronquidos de su mujer lo despertaban cada vez un poco antes. Lo probó todo: se puso tapones en los oídos, tomó manzanilla con miel, valeriana, ansiolíticos justo antes de acostarse, pero nada funcionaba. “Despiértame si ronco”, le dijo ella, como insinuando con su tono de voz que deseaba dormir con su marido más que otra cosa en el mundo. Juan intentó hacerlo: cuando los ronquidos de ella se volvían insoportables intentaba despertarla haciendo un sonido molesto con la lengua y el paladar (el que solemos hacer instintivamente cuando estamos en desacuerdo con algo, sólo que Juan lo hacía varias veces seguidas, como una ametralladora de sonidos discrepantes) o poniéndole una mano en el hombro suavemente, para no asustarla. Pero era inútil: su mujer cambiaba de posición y dejaba de roncar; pero sólo unos segundos. Juan los iba contando en la oscuridad, consciente de que había comenzado la cuenta atrás, y la angustiosa presión por tener que aprovechar esa oportunidad para dormirse hacía que nunca lo consiguiera.

Casi sentía alivio cuando el primer ronquido de ella volvía a rasgar el silencio.

Entonces, se levantaba de la cama procurando no hacer ruido y se iba al comedor a leer. Al cabo de una hora el cansancio solía vencerle y podía volver a dormirse tumbado en el sofá.

Vivieron así unas semanas, tal vez meses.

Una noche, Juan se quedó a dormir en el sofá sin pasar antes por la cama, y eso se convirtió en costumbre. Dormía de un tirón, y se levantaba descansado y lleno de energía.

A su mujer no le gustaba la situación, e intentó diversos remedios: hizo gárgaras antes de acostarse, se compró aquellas tiras adhesivas para la nariz que anunciaban por la tele y con las que, en teoría, uno respiraba hasta seis veces mejor. Intentó cambiar de posición. Incluso se planteó operarse.

Juan le dijo: “No pasa nada, no me molesta dormir en el sofá”.

Lo malo es que los muebles envejecen, igual que las personas.

Fue pasando el tiempo, el sofá dejó de ser tan cómodo y la espalda de Juan comenzó a notar el peso de los años.

Su carácter cambió, se volvió malhumorado. Comenzó a hablar menos con su mujer, a no decirle con tanta frecuencia lo mucho que la quería.

Ella seguía buscando soluciones. “Podríamos poner una cama plegable en el cuarto de la niña, yo dormiría ahí”, decía. Pero ambos sabían que no eran soluciones realistas. La niña ya era una adolescente y su habitación era su mundo impenetrable.

Pasaron diez, veinte años más, y Joan empezó a sufrir fuertes jaquecas. Fueron al hospital, le hicieron pruebas y le diagnosticaron una enfermedad hasta entonces desconocida. Según el médico, dormir cada noche tan cerca del router de fibra óptica del comedor había alterado sus neuronas de un modo extraordinario, y ahora era incapaz de vivir el presente sin contemplar el pasado y el futuro a la vez, lo que inevitablemente acabaría volviéndolo loco y peligroso para la sociedad.

“Te quiero”, le dijo por última vez a su mujer, la noche en la que lo ingresaron en la suntuosa habitación 2378 de la UEPED, la Unidad de Eutanasia Para Enfermedades Desconocidas. En el equipo de música sonaba una preciosa aria que nunca había oído. “Creo que es de Handel”, le dijo la enfermera que le puso la inyección. Él se quedó mirando al techo blanco. La cama era tan cómoda que, sin poder evitarlo, empezó a llorar de alegría.

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