Mi abuela Sión nació en Guanxuma, una diminuta aldea de la isla brasileña de Ilhabela donde el progreso apenas había llegado. Al cumplir siete años, por una serie de circunstancias que no afectan a este relato, se mudó al esplendoroso París de 1920.
Hubo tres cosas que la impresionaron. La primera fue la ciudad en sí, que, según me contaría muchos años después, la hizo sentir insignificante. La segunda fue descubrir la tienda más maravillosa del mundo. Estaba en el 63 de la Rue de Sèvres, se llamaba Au Bébé Bon Marché, y mi abuela creía que era el lugar donde se reunían todas las muñecas para ser admiradas. Había muñecas altas como niñas y pequeñas como un pulgar. Muñecas rubias, morenas, mulatas, que sonreían o se mostraban enfurruñadas, con el pelo lacio o ensortijado. Muñecas que parecían damas, novias o princesas. Y para todas ellas existían vestidos y sombreros y zapatos y bolsos y guantes y hasta espejos de tocador (como insinuando que, además de presumidas, las muñecas eran capaces de verse a sí mismas), y preciosas casas de madera tan bien decoradas que, si no fuera por su tamaño reducido, sería imposible distinguirlas de un hogar real. Y por toda la tienda había miniaturas pensadas para hacer más placentera la vida de las muñecas: mesas de comedor y sillas, platos, cubiertos y bandejas con su tetera y sus dos tazas, butaquitas con sus cojincitos, lámparas, cortinas y sábanas, incluso cuadros tan bien hechos que estudiándolos con una lupa revelaban la firma del pintor.
Fue en Au Bébé Bon Marché donde su madre adoptiva le dijo que escogiera la muñeca que más le gustara, y Sión, sin dudarlo, señaló una de las más baratas, una muñeca mulatita de un palmo de altura, vestida con un sencillo vestido de algodón; y la llamó Maria, porque le recordaba a Maria Aparecida, su amiga del alma de Guanxuma a la que creía que nunca volvería a ver.
Empezó a hacer frío. Luego hizo más frío aún. Y más. Hasta que una mañana, al despertar, mi abuela miró por la ventana y se quedó boquiabierta al verlo todo blanco. Esa fue la tercera cosa que más la impresionó de París. La nieve no existía en Brasil, pero todos los niños del mundo nacen con el instinto de saber qué hacer con ella; así que Sión fue corriendo a despertar a su padre, y poco después ya estaban en la calle, persiguiéndose el uno al otro, arrojándose bolas cada vez más grandes, fingiéndose heridos de muerte al recibir cada impacto y riendo a carcajadas. Nunca se había sentido más feliz.
Entonces llegaron las fiestas navideñas y descubrió que en París hacían un montón de cosas que no hacían en su antigua aldea. Para empezar, pusieron un árbol en una esquina del salón y lo adornaron con bolitas de cristal de color rojo. Trataron de explicarle que en Nochebuena un hombre mágico llevaba regalos a los niños. Pero unos decían que se llamaba Bonhomme Noël y que vestía una larga túnica blanca con vivos dorados, y los otros que era Père Noël y que iba de rojo y blanco. Sión decidió averiguar quién tenía razón. Y sólo se le ocurrió un modo: permanecer despierta la noche del 24 al 25 de diciembre.
Después de cenar dejó que su padre la acostara y, como siempre, le contara el cuento favorito de todos los niños de Guanxuma: el de Gápanemé, el gigantesco jaguar que, según la leyenda, al ser herido en el ojo izquierdo por la lanza del guerrero Tárcio, soltó un rugido que hizo temblar todo el territorio, dividiéndolo en las cuatro islas y los seis islotes que formaban el archipiélago de Ilhabela. No es fácil contar la misma historia cada noche y que resulte interesante. Pero su padre sabía cómo hacerlo. Llenaba de presencias inquietantes las sombras de la selva; hacía que retumbaran los latidos en el corazón del héroe; que pareciera majestuoso el doble gesto de Gápanemé, irguiéndose sobre las patas traseras y arrancándose la lanza del ojo con un zarpazo; conseguía que Sión oliera el aliento putrefacto del jaguar al acercarse a Tárcio. El cuento terminaba con el héroe y su rival frente a frente, contemplándose. Hasta que Gápanemé se daba la vuelta y desaparecía. Moraleja: la única forma de vencer a un enemigo invencible consiste en no mostrarle tu temor. Lo malo es que su padre alargaba tanto el camino hasta ese punto que Sión nunca lo alcanzaba despierta.
Esa noche, la de su primera navidad en París, esperó un tiempo prudencial, y en cuanto Tárcio comenzó a encender la hoguera para atraer la atención de Gápanemé, Sión cerró los ojos y se puso a respirar profundamente como si durmiera. Oyó la voz narcótica de su padre continuar con el relato unos segundos y, de pronto, detenerse. “No abras los ojos. Seguro que te está mirando”. Un suave beso en la frente. Unos pasos alejándose. Una puerta que se cierra. “No los abras todavía, a lo mejor te pone a prueba.”
Se incorporó con un grito ahogado en la garganta. Todo estaba oscuro y silencioso. Lo único que parecía vivo era el tic-tac del reloj de la mesita: pasaban de las tres. ¡Había estado durmiendo más de cinco horas! El hombre mágico de los regalos (¿Bonhomme? ¿Père?) había tenido tiempo de sobras para hacer su trabajo, y ella tendría que esperar hasta las próximas navidades para descubrir su verdadera identidad. Sin embargo, como la frustración que sentía era menor que sus ansias de echar un vistazo a los regalos, no tardó en saltar de la cama y bajar sigilosamente las escaleras.
La puerta del comedor estaba entornada. La fue empujando milímetro a milímetro. A la luz agonizante de la chimenea se distinguían los regalos arracimados en torno al árbol. Enseguida reconoció el que hacía más bulto, la casa de dos plantas con buhardilla que había pedido para Maria, su muñeca. Tan contenta se puso que estuvo a punto de ponerse a chillar.
Entonces lo vio.
Al principio era una sombra junto al árbol. Pero de pronto cobró vida y se irguió sobre las patas traseras. Era más grande de lo que Sión había imaginado jamás. Y sus ojos llameaban.
-¿Qué haces despierta? –rugió Gápanemé.
La primera vez que mi abuela me contó la historia, yo tenía cinco años. Recuerdo que al llegar a este punto me eché a temblar.
-¿Y qué te hizo, abuela?
-Nada. Al día siguiente desperté en mi cama sin un solo rasguño.
-Entonces, ¿lo soñaste?
-Supongo. Lo más raro es que cuando mis padres vinieron a buscarme y bajamos al comedor, ahí estaba la casa de muñecas: en el mismo lugar exacto que en mi sueño.
Me quedé un rato pensando. Luego dije:
-A lo mejor no es tan malo como te contaron, abuela. A lo mejor Gápanemé es un ser mágico como Papá Noël y te siguió desde Guanxuma para traerte la casa de muñecas.
Y mi abuela sonrió.
(Este cuento es, en realidad, un pequeño juego literario escrito a partir de una propuesta de Nelleke Gel, mi querida editora en Holanda. Nelleke me pidió la cuadratura del círculo: un breve relato navideño que funcionara por sí mismo y, a la vez, sirviera de carta de presentación de los personajes y el estilo de mi novela «La niña que hacía hablar a las muñecas». Espero haber estado lo más cerca posible de conseguirlo)
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