A mi padre (es cosa de su enfermedad) le ha dado por contar siempre la misma anécdota. Da igual de lo que estemos hablando; él se lo hace venir bien para acabar contándola.
Es la siguiente: mi madre, a la que no le gusta nada el fútbol, la única vez que acompañó a mi padre al Camp Nou se levantó a gritar con un gol de Maradona.
Y ya está. Sé que no es espectacular, pero es así.
Hay veces en que él la adorna un poco, contando detalles previos (“Cuando yo jugaba con el Premià y tu madre venía a verme, siempre que miraba hacia la grada la veía charlando con una amiga, pasaba de todo lo que ocurría en el campo”) o posteriores (“Todo el mundo se había sentado ya, y ella seguía aplaudiendo.”)
A lo mejor ni siquiera es del todo cierto que ocurriera así (ya sabemos cómo funciona la memoria). A lo mejor mi madre, simplemente, se levantó por inercia, porque todos se levantarían con el gol; y mi padre, que siempre fue más bien cortado a la hora de expresar emociones en público, se quedó encogido en su asiento, rojo de vergüenza. Y luego, con el tiempo, colocó a mi madre en el top ten de las cheerleaders furibundas del Pelusa.
No lo sé, y me da lo mismo. Mi padre es feliz contando esa anécdota, y yo le escucho y finjo que es la primera vez que me la cuenta.
Y mi madre hace lo mismo.
Hay algo de literario en ese instante.
De “Big fish”, para mí la mejor peli de Tim Burton.
Me ha gustado compartirlo hoy con vosotros.
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