Llaman, el escritor abre la puerta sin mirar por la mirilla y se encuentra a doscientos adjetivos con cara de pocos amigos. Reconoce a algunos. El que se comporta como el cabecilla (Exuberante) es uno que el escritor había usado hasta la saciedad en sus primeros relatos pornográficos de juventud, como “Coñac en el coño” o “Mmmmm”.
-¿Qué queréis? -les pregunta.
-¿A ti qué te parece, calvo cabrón? -salta Exuberante, que tiene unos nunchaku asomando por el bolsillo del vaquero-. No somos tu puto klínex ¿Crees que puedes abusar de nosotros y dejarnos tirados cuando te sale de la punta del nabo? ¿Eh, eh?
-Lo siento pero no puedo evitarlo -responde el escritor-. Se llama madurez.
-Se llama vete a tomar por culo, farsante de los cojones. Aún nos deseas, ¿verdad? Reconócelo. Te mueres de ganas de correrte un par de capítulos locos con nosotros.
Mientras, los otros ciento noventa y nueve adjetivos tienen los ojos en blanco y se pellizcan los pezones, al tiempo que cantan (de puta madre, con voces de cantantes negros) una versión soul del tema de Dúo Dinámico:
-Perdóóóname, he sido ingraaaa-atoooo. Perdónameeeeee, te quiero taaaaanto….
El escritor cierra de un portazo, lanza un suspiro y piensa: este capítulo va a costarme más de lo previsto.
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