A ver por donde empiezo.
Ya.
Soy el tío más rutinario que conozco, y no me quejo. Todo lo contrario. Soy moderadamente feliz acostándome siempre a la misma hora, haciendo el amor con la misma mujer, escuchando las mismas batallitas de Instituto de la misma hija adolescente y las mismas batallitas nostálgicas del mismo padre. No necesito más para ir tirando, y muero un poquito por dentro cada vez que tengo que hacer las maletas por obligación, coger un avión, ir a reuniones que no me apetecen o pararme a charlar en medio de la calle con gente plasta que apenas conozco y que me obliga a sonreír sin ganas. Pues bien: dentro de este pequeño mundo misantrópico que me he creado, el dinero tiene un papel muy importante. No el dinero en sí, que me la trae floja, sino el hecho de no tener que recordar que lo necesito para pagar cada mes la hipoteca, la compra del Súper, la boquilla nueva del saxo de Alba o el comic de segunda mano que acabo de pillar por Ebay. Suelo acordarme del dinero igual que la mayoría de gente que conozco: cuando faltan unos pocos días para llegar a fin de mes, y empiezan a llegar mensajes en rojo del banco. Pero no pasa nada, porque sé que falta un empujoncito de nada para que vuelvan a ingresarme la nómina y todo vuelva al redil del ciclo, a la feliz monotonía.
En fin. Me he pasado dieciséis años así, sintiéndome privilegiado de poder vivir este apacible día a día, aunque no pudiera ir de restaurantes caros ni cambiar de coche alegremente.
Ayer tuve una reunión y me dijeron que todo va a cambiar.
Veremos qué hago con mi nueva vida.
Es lo que le he dicho a mi amiga Rosa, que acaba de llamarme: a lo mejor es que la narcotizante sit-com de mi vida necesitaba un giro.
No os extrañe si me dejo el pelo largo.
0