Un amigo al que hace meses que no veía me confiesa que sueña con irse al Amazonas. No de excursión, sino como giro radical a su vida. A la mierda el móvil, viva el taparrabos y los colocones de ayahuasca. Su argumentación es impecable: nuestros abuelos vivían la mitad que nosotros y, sin embargo, disponían del doble de tiempo libre, ergo hay algo que no cuadra.
Sospecho que en algún momento todos nos sentimos atrapados en nuestra propia jaula de oro (ese trabajo que nos absorbe como una compresa, esa hipoteca que no nos permite escoger), y recurrimos a diversas metadonas para superar el cuadro de ansiedad: que si el cupón de los ciegos, que si el viajecito de week-end, que si compras compulsivas, que si cualquier día de estos la lío parda y me voy a dar la vuelta al mundo en un velero…
Con lo patoso que soy yo, en el Amazonas duraría poco (carne de anacondas y pirañas, nens), pero comparto el pataleo romántico de mi amigo. Yo también tengo la impresión de que no he tenido un momento de respiro desde finales de agosto del 2010. Findes incluidos.
Así que yo también sueño con una vida alternativa. A grandes rasgos, consiste en pasarme todo el día escribiendo novelas de mil y pico páginas y follando como un ser simiesco e incivilizado. Ese sería mi Amazonas, y seguro que todos tenéis el vuestro. La pregunta es: ¿Vale la pena seguir soñando despiertos, o más nos vale capear el temporal con alegría resignada, que son cuatro días?
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