Estamos en la época de la insatisfacción y el victimismo. La gente baja a la panadería y dice:
-Dame una de cuarto, que mi jefe es muy cabrón.
O sube a un taxi y:
-A Gran Via/ Muntaner. Y rapidito, que todos mis sueños de la niñez se han diluido en una hipoteca que tengo que pagar, no me diga usted que no es bien triste.
En teoría no deberíamos quejarnos, porque ha habido épocas peores. En el antiguo Egipto yo no estaría ahora mismo sentado ante un ordenador sino empujando una nariz de esfinge de veinticinco toneladas. Pero nos quejamos. De todo. Del frío, el calor, del exceso y de la falta de trabajo. Nos quejamos hasta de lo que dan por la tele, cuando es obvio que nunca ha existido una mejor programación en todas las cadenas, especialmente en Tele 5.
Hay quien saca partido de esta pandemia de insatisfacción. Por ejemplo, los auténticos sacerdotes del siglo XXI: los autores de autoayuda. Vienen a decirte:
-Querido lector: el mundo es súper guay. El problema es que tú estás atontado, pero ahora que por fin tienes mi libro ha llegado el momento de convertirte en alguien mejor.
De pronto, el verbo de moda es “Reinventarse”. Parece que si no te reinventas un par de veces antes del desayuno, la gente te mira mal y hace comentarios del tipo:
-Mira ese gilipollas, sigue exactamente igual que hace cinco minutos.
-Por Dios, qué poca fuerza de voluntad.
Empujado por las tendencias, esta semana quise reinventarme y asistí a un curso de pitching. Nueve horas seguidas enfrentándome a una de mis peores pesadillas: hablar bien en público.
No funcionó, por supuesto. Volví a casa soltando el moquillo y diciéndole a mi mujer que se había casado con un gusano miserable e inútil.
Luego me tomé la pastilla, recapacité y envié un mail diciendo que no voy a asistir a la segunda parte del curso.
A ver: yo creo que nunca hay que forzar las cosas. A lo largo de una vida, uno tiene que reinventarse varias veces. Cuando pasa de niño a adolescente, por ejemplo. Cuando decide tener un hijo. Cuando deja de fumar.
Yo, en otra vida, llevaba el pelo como Montilla y usaba traje y corbata. Tengo amigos que pueden confirmarlo.
Total, que reinventarse está bien. Pero asumiendo que hay cosas para las que, simplemente, no hemos nacido. Yo nunca correré los cien metros lisos por debajo de los diez segundos. Nunca seré modelo de peinados laqueados de Loreal. Y por la misma razón, nunca hablaré pausado, con un discurso ordenado y sin mover las manos como una folclórica sometida a electroshocks. ¿Eso es tirar la toalla y me convierte ante los ojos de Yahvé en un fracasado?
Puede.
O puede que por fin, después de muchos años de prácticas, haya empezado a conocerme a mí mismo. No está tan de moda, pero no está mal. A lo mejor es un primer paso para aceptarme.
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