Un señor al que le cuesta conciliar el sueño viaja por negocios a un país remoto. La primera noche, de regreso a su hotel, se pierde por el laberinto de callejuelas de la capital hasta que ve una puerta abierta, entra para pedir ayuda y se encuentra en una librería regentada por un ciego.
El librero le saluda con una desconcertante familiaridad, como si se conocieran desde hace mucho tiempo (tal vez, incluso, como si le hubiera estado esperando). Luego insiste en regalarle un libro que parece muy antiguo, un libro sin título ni autor con las cubiertas muy roídas. Cuídalo, murmura el ciego. Solo se conservan siete ejemplares en el mundo.
El señor llega finalmente al hotel. No recuerda cómo, pero lo consigue. Se mete en la cama y abre el libro. Al parecer, se trata de una novela. La protagonista es una mujer hermosa, fascinante, que en el primer capítulo seduce a un oficial británico en el Orient Express. Cena con él, consigue emborracharlo, lo guía hasta su suite, baila desnuda para él y, finalmente, lo estrangula entre los muslos mientras el pobre pelele, empinado como un mandril, intenta alcanzarle el clítoris desesperadamente con la punta de la lengua.
El capítulo termina bruscamente así, en el preciso instante en que el oficial exhala su último aliento. El señor suspira, cierra el libro, apaga la luz y cae profundamente dormido. Sueña lo que cualquier lector de cuentos-espejo ya habrá adivinado: que se encuentra en un país remoto, que una noche se pierde entre sus calles apestadas de orín y que un ciego le regala un libro sin título que empieza con un asesinato.
Entonces oye una voz que le resulta extrañamente familiar:
¿Puedo sentarme?
Está de pie frente a él. Es alta, muy alta, casi parece un milagro que consiga no caerse con el tren en marcha.
Él sabe todo lo que va a ocurrir entonces. Y, sin embargo, esboza una sonrisa, asiente y llama al camarero para pedir otro servicio.
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