Hace seis años, cuando reformamos el piso, me permití un capricho de nuevo pijo: me hice instalar una sofisticada bañera de burbujas. Y sí, desde entonces la he venido usando un par de veces al mes. En los momentos de colapso me sumerjo hasta el cuello, le doy al programa más heavy (veinte minutos con una especie de bate de béisbol hidráulico amasándome la espalda), y no falla: a los cinco minutos me quedo frito.
Suelo despertarme como nuevo.
Y digo “suelo” porque el otro día me desperté de milagro. Tosí, abrí los ojos y todo el baño parecía Londres. Pero no, no era niebla sino humo, un humo blanco, muy espeso. Y olía a quemado. En este punto no voy a usar aquel estúpido truco literario de preguntar si os ha pasado alguna vez. Doy por sentado que no, así que os explico: acojona. Despiertas con la garganta obstruida, medio ahogándote, y piensas: algo eléctrico se está achicharrando, estoy metido en agua, ergo soy el siguiente. Y mientras tanto, el jacuzzi sin parar de funcionar. A toda pastilla. Es más: por mucho que pulsaba el botón, no le daba la gana de apagarse. Sé que llamé a mi mujer y no me oía (tenemos una adolescente en casa, a veces pone la música para que la disfruten los del sobreático); sé que conseguí ponerme en pie, que no veía nada, que empecé a toser con más fuerza, que di un pequeño resbalón sin importancia, que caí de rodillas y volví a probar palpando con el panel de instrumentos (¡Bien! Esta vez las burbujas se pararon). Sé que empujé la puerta de la mampara, empezaba a marearme, cada vez tosía más, tosía como un perro, no, mejor, como un perro imitando a Tom Waits después de cantar el “Jesus gonna be here”. Y de pronto, no sé cómo, me encontré sentado en medio del pasillo con mi mujer y mi hija contemplándome como a un huevo de dinosaurio cuya corteza empieza a resquebrajarse.
-Alba -fue lo primero que dije al recuperar la voz-, intenta poner la música un pelín más baja, ¿quieres?
-Vale.
Ya hemos llamado al servicio técnico para que ejecuten la sentencia. Nana, Alba y yo estamos contra la pena de muerte, pero en este caso hemos hecho una excepción: el cabrón del jacuzzi será ejecutado por intento de homicidio voluntario. Mañana quedará convertido en una vulgar bañera, un objeto inofensivo, integrado en la sociedad.
Mi parte de estúpido hombre blanco piensa: y a partir de ahora, ¿cómo calmaré yo los momentos de colapso?
Mi parte literaria piensa: le falta un final al cuento.
No sé… ¿Una venganza del jacuzzi desde el más allá? ¿El del servicio técnico descubriendo, horrorizado, la lovecraftiana causa de la avería?
Ya se me ocurrirá algo.
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