Un señor oye por la radio que aquella madrugada hay cambio horario y, como tuvo una infancia complicada, decide poner el despertador a las tres para poder retrasar sesenta minutos, puntualmente, todos los relojes de la casa. Dicho y hecho: cena, mira un rato la tele y se acuesta a las diez y quince. A las tres de la madrugada suena el despertador. El señor se levanta, se rasca la nuca como un chimpancé y luego bebe agua, mea y atrasa una hora todos y cada uno de sus relojes, incluso el más oculto, uno con un baño de oro que heredó de su tío Jaume y que guarda metido en un sobre acolchado, en el doble fondo de un cajón de la mesita de noche junto a una foto del difunto donde este aparece pescando en blanco y negro, aparentemente muy feliz. Al día siguiente de sacarle esa foto, el tío Jaume pegó un resbalón bajando por las escaleras y se partió el cuello. Murió en el acto, dicen que sin sufrimiento.
El señor vuelve a acostarse. Se gira de un lado. Del otro. Suspira. Vuelve a suspirar.
Pronto es evidente que no conseguirá dormirse. Piensa: A lo mejor mañana me despierto, pego un resbalón bajando por las escaleras y lo último que habré hecho en esta vida es pasar la noche en blanco poniendo en hora los puñeteros relojes de la casa.
De pronto se siente patético, un ser totalmente prescindible, tumbado en una cama que bien podría ser el mundo, sin saber muy bien qué hacer. Le vemos cada vez más pequeñito, en un plano secuencia muy picado con la cámara alejándose de él, subiendo cada vez más atravesando pisos transparentes, llegando a la azotea, al cielo. Parece que todo va a terminar así, pero no.
Vemos los ojos del señor en primer plano. Se llenan de una repentina determinación.
Decide transformarse en un rebelde.
Se levanta de un salto y, con el corazón machacándole el pecho como un tam-tam en lo profundo de la selva, vuelve a recorrer toda la casa adelantando los relojes una hora. Está tan excitado que se olvida de un reloj, el del doble fondo del cajón de la mesita.
Esta vez se duerme en el acto y con una sonrisa en los labios, sintiéndose diez o quince años más joven. Le despierta el timbre. Alguien llama con insistencia.
¡Abre!, grita una voz cavernosa desde el otro lado de la puerta. Y añade: Te traigo unas lubinas.
El señor reconoce esa voz. Primero piensa que no puede ser, que debe estar soñando aún. Pero entonces recuerda que anoche olvidó sincronizar el reloj del tío Jaume y, de pronto, todo encaja.
Piensa: es culpa mía.
Abre la puerta, resignado al horror, y se estremece.
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