De niño me enganché a las pegas. No a las blanditas y mojadas con sidral, como los otros niños, sino a las pegas negras, duras, amargas, a palo seco. Zara, creo que se llamaban. Ignoro si también las fabricaban en Vietnam para Amancio Ortega. El caso es que conseguí dejarlas en octavo de EGB y empecé a morderme las uñas. Morderme no sería la palabra: las reinventaba. Me convertí en un artista visionario, en el Picasso uñero. Las filigranas de Eduardo Manostijeras con los setos de jardín eran auténticos zurullos de aficionado comparadas con lo que yo hacía hincando los dientes en el espigón de mis diez dedos. Luego llegó el Instituto, el primer paquete de Ducados, y 25 años uno detrás de otro sin sacarme un cigarrillo de los labios. Bueno, sí, para comer, dormir y ducharme, poco más. Nació Alba, aprendió a hablar, y pronto me dijo: “Papa, déjalo”. Le hice caso y lo dejé hace nueve años, aún no sé cómo (bueno, sí: sufriendo lo indecible) y lo cambié por chicles. De menta, extra-fuertes. No diré la marca a no ser que subvencionen mi próxima novela…
E S P A C I O R E S E R V A D O P A R A
P U B L I C I D A D
Empecé con un paquete al día. Ahora estoy en los cuatro y pico y creo que es el momento de dejarlo también.
No porque sea absurdo pasarme la vida enganchado a algo (eso forma ya parte de mí, como la miopía o la calvicie; creo que los expertos lo llaman “personalidad adictiva”, y más vale mascar goma que patearse el sueldo en un bingo, digo yo).
Es que tengo curiosidad por recordar el sabor de mi propia saliva.
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