Mi hija, que tiene once años, trataba de explicarme el otro día lo que son para ella los amigos. “Es como fumar o beber Coca-cola, papa: siempre necesitas más.” Que yo sepa, Alba nunca ha probado un cigarrillo, y la única vez que se mojó los labios con cafeína hizo una mueca de asco y no ha vuelto a intentarlo. Pero, a su manera, la metáfora es perfecta: en los albores de la adolescencia, los amigos lo son todo. Son tu público, tu confidente, tu aliado. Este verano hemos tenido la casa sistemáticamente ocupada por compañeros del colegio de Alba. Digo “compañeros” y no “amigos” porque yo, que he superado el ESO hace algún tiempo, puedo distinguir la diferencia. Cada vez tengo más mono de menos personas. Alba aún no. Está en esa edad tan frágil en que uno necesita engrosar listas de amigos continuamente para no sentirse aislado de la sociedad, boqueando como un pez fuera del agua. Hasta que tenga un desengaño que le sirva de escarmiento. Imaginemos que la ficha el Barça como 9, por ejemplo. Pagando por ella más que por cualquier otro jugador en la historia del club. Y al principio bien, todo fantástico. Pero un día, el míster deja de dirigirle la palabra. Y es así, de pronto, como Alba descubre que el maquiavélico Guardiola sólo la quería para marcar goles, no para hablar de lo que hablan los típicos amigos: de Coldplay, los Ferraris, la ropa casual, la vida, todo lo que para ella era importante. Para un adolescente tiene que ser muy duro ese momento.
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