Charla de ascensor


Una noche jodida. Sueños raros e inconexos, regusto agrio al despertar. A las ocho miro el reloj y resulta que llevo cuatro horas contemplando la pantalla del ordenador, como un capullo, sin que haya escrito ni una triste línea que merezca ser salvada.Decido ir al gimnasio. Coincido en el ascensor con uno de esos vecinos cincuentones que producen urticaria a primera vista porque sonríen siempre, a todo el mundo y en cualquier circunstancia. Mi teoría es que seguiría sonriendo aunque lo soltaran en medio del océano con un tiburón de doce metros masticándole el glande.

-¿Qué, como va? -Me pregunta.

-Psé, angustiado -le respondo, intentando helarle la sonrisa.

-¿Y eso? -Me pregunta él.

Sigue cegándome con los reflejos de su espléndida dentadura postiza. Sin duda, espera que se trate de un recurso melodramático de guionista, y que de un momento a otro voy a ir al grano: “Es por esta calor. ¡Dios, no hay quien la soporte!”. Entonces él podrá añadir: “Ya puedes decirlo, Pep, ya puedes decirlo” (porque, además, es de esos seres con complejo de eco que repiten siempre sus últimas palabras); y el mundo seguirá girando sobre su eje.

Total, que se me cruzan los cables.

-Verás -le digo-. A mi padre acaban de serrarle el hueso de la rodilla y le han puesto una prótesis. Es una operación complicada en la que se pierde mucha sangre. Lo peor es que se producen carencias de riego cerebral y, desde hace unos días, balbucea frases sin mucho sentido. Aparte de eso, mi madre ya ha sido dada de alta del módulo de salud mental y aparentemente es feliz, aunque no recuerda casi nada del día anterior. Por lo demás, todo correcto.

Las puertas del ascensor se abren. Él ya no sonríe.

-Lo siento -murmura-. Si puedo hacer algo, si puedo hacer algo…

Me encojo de hombros (con cierta teatralidad, lo admito) y nos separamos. Es curioso pero, de pronto, me siento mucho mejor. Vuelvo a tener ganas de hacer cosas. Como empezar un blog, por ejemplo. Veremos mañana.

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