Qué triste ver que agosto se termina y aún no he colgado en las redes ninguna foto de mis pies y parte de mi barriga a la orilla de una playa de aguas turquesas. Y eso que he ido. El agua no era turquesa, pero a la playa he ido. Un día. No, dos. Terminé la novela hace justo un mes y lo que el cuerpo me pedía era llevar a la práctica mil y una cosas increíbles: hacer puenting en el Gran Cañón, luchar contra un cocodrilo albino, hacer un calvo en el Vaticano. Lo típico para desconectar de la rutina.
A la hora de la verdad, lo más trepidante que he hecho es un pato de arcilla de unos quince centímetros de alto, con sombrero y pajarita. Adjunto foto. Desde que Alba tiene siete años, cada año, en verano, hacemos juntos una figurita. Tenemos un pingüino con cara de psicópata, un señor sentado en un sofá, una pareja de elefantes, una ratoncita Minnie… Ella diseña y yo hago de currito. Es uno de esos momentos padre-hija que pronto, muy pronto, desaparecerán en el tiempo como lágrimas en la lluvia, en cuanto mi pequeña deje de serlo del todo y decida que es muuuuucho más cochino y placentero morrearse con alguien que amasar arcilla junto a un calvo.
De momento, hay que agarrarse a eso. La vida continúa.
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