Ya está. Esta mañana he terminado mi nueva novela, “La niña que hacía hablar a las muñecas”. La imagen de arriba es la que me ha acompañado durante los dos años y pico que he vivido en ella día y noche.
Es una sensación extraña. Supongo que los alpinistas que alcanzan la cumbre después de sortear todo tipo de putadas (aludes, mordiscos de Yeti, todo eso) sienten algo parecido. Euforia, claro. Y, al mismo tiempo, agotamiento. El bajón de pensar que ya está, que he parido y que, a partir de ahora, el destino de esos personajes ya no depende de mí.
No es un mal día para terminar una novela.
Mañana empieza agosto.
Vacaciones.
Luego será el principio de una nueva vida. Todavía no sé cuál.
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