Hace un poco más de siete años sufrí tres meses de malos tratos psicológicos. Concretamente, fue cuando mi mujer y yo encargamos una reforma integral del piso a una empresa teóricamente especializada en reformas integrales de pisos. Esto es un blog y no una enciclopedia en doce tomos, así que no dispongo de espacio suficiente para entrar en los más mínimos detalles. El caso es que no todo salió según lo previsto, los tranquimazines estuvieron circulando como lacasitos en un patio de primaria, y, aunque al final la cosa terminó de un modo más o menos satisfactorio para ambas partes (las denuncias no llegaron al juzgado), me han quedado secuelas.
La principal es que en mi próxima vivienda no habrá cocina.
Nana cree que lo digo en broma, pero no: he hecho cálculos, y con la pequeña fortuna que me costaría poner una cocina en casa (una cocina mínimamente guay, se entiende, de esas que encargas con el único fin de invitar con frecuencia a tus amigos y que pongan los ojos como platos: «Oh, Dios, qué paradisíaco espacio funcional y moderno de una belleza sin igual. ¡Aquí debe dar gusto pasarse todo el día cocinando!»), con la pasta que me costaría eso, podría ir de restaurante hasta los setenta y tantos; y de ahí, ya empalmaría con la residencia de la tercera edad. Pensad que renunciando a la cocina, mataría dos pájaros de un tiro. Por un lado, me ahorraría todos los dichosos gadgets que conlleva tener una (horno, microondas, fregadero, grifería, placa de inducción, ollas, sartenes, fairy limón, estropajos varios); por otro, me olvidaría para siempre de poner y quitar la mesa, llenar y vaciar el lavavajillas, limpiar el horno, el fregadero, la campana extractora. En el espacio que antaño ocuparan un centenar de trastos inútiles (a los que añado las molestas pieles voladoras de las cebollas de Figueres y ese siniestro brécoli verde loro agazapado en un rincón, como un cerebro de alien de Mars Attaks mutado en Hulk) se podrían colocar baldas con libros, e invertir en apasionantes horas de lectura las que antes sólo servían para limpiar unos putos calamares sin alma ni imaginación.
Mmmmm. Ya babeo sólo de pensarlo.
Amigos: la cocina, para los cocineros. Sólo se vive una vez y no tenemos tiempo para tonterías.
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