El colibrí enano, Batman y los listos


Hay gente que entiende tanto, pero tanto, de una cosa (de literatura, Formula 1 u ornitología, eso da igual) que muere un poco por dentro cada vez que tú  (que, por supuesto, entiendes mucho menos), coincides con él en la valoración del último Houellebecq, los neumáticos que debería usar Fernando Alonso o el potencial erótico del rito de apareamiento del colibrí enano de Borneo. Notas en el brillo de sus ojos ese halo de fingida condescendencia, como diciendo: “No, si al final acabarás entendiendo”. Mientras por dentro se pregunta: “¿Me habré equivocado esta vez? Si le gusta a ese paleto, no puede gustarme a mí.”

Y digo yo: con la que está cayendo, ¿no son ganas de amargarse un poquito más la vida? ¿No sale más a cuenta relajarse y guardar la mala leche para futuras barricadas a la puerta del Congreso?

Un ejemplo: a mí el último Batman de Nolan me encantó. Y a Alba, mi hija de trece años, que estaba a mi lado y que al final se puso en pie para aplaudir.

Por suerte tengo amigos a quien les ocurrió lo mismo, y hemos pasado un buen rato rememorando  como críos los grandes momentos.

Y al revés, otros colegas me han dicho: “Tío, me aburrí como una ostra. La del Joker sí que molaba”. Y no por eso les he mirado por encima del hombro, mascullando: “Eso es porque no has captado la sutil mezcolanza entre Frank Miller y Escher, lerdo, más que lerdo”.

Moraleja: No deberíamos olvidar que las personas, en general (no todas, y menos si tienen mayoría absoluta) tienen puntos de vista respetables. Y que por más o menos listos que nos creamos, el hecho de que una cosa nos parezca buena o mala no significa que lo sea realmente.

Eso sí: el Batman de Nolan está de puta madre, y el que diga lo contrario es gilipollas.

 

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