La suerte


Suelo repetir como un mantra que he tenido mucha suerte en esta vida. Hay censados unos diez millones de tíos más interesantes que yo, y sin embargo Nana decidió casarse conmigo. Creo que no soy mal padre, pero Alba, como hija, me gana por goleada. Hay guionistas más rápidos, más graciosos, más baratos, mucho mejores que yo; y, sin embargo, he podido escribir durante años para algunos de los más importantes comunicadores de este país. Y en el campo literario siempre he conseguido publicar en editoriales de primera división, aunque las estanterías de mi piso rebosen de libros de autores de todas las épocas que convierten el conjunto de mi obra en poco más que un voluntarioso intento de contar historias con una voz propia (supongo que pensar eso es algo inevitable en todos los escritores, a no ser que el éxito o el fracaso les hayan convertido en unos arrogantes sin criterio).

Sí, he tenido mucha suerte en esta vida. Tuve una abuela maravillosa, mi iaia Sión, a la que estos días recuerdo especialmente («La niña que hacía hablar a las muñecas» no existiría sin ella). Tengo un padre genial que me transmitió su desbordante creatividad.  Quiero a mi hermana, a mi Tusa, y creo que sólo me he peleado con ella una sola vez, cuando era pequeño y me dio un susto de muerte con la dentadura de la abuela (es una larga historia).  Tengo un puñado de amigos que me hacen sentir mejor persona siempre que están cerca. Tengo una agente con la que no nos ata contrato alguno ni falta que hace, porque los dos somos Capricornio y a los dos nos encanta charlar, sobre todo los viernes por teléfono. Por tener, tengo hasta un vecino enrollado (que mira que es difícil). Además, acabo de publicar la novela de la que me siento más orgulloso en la mejor editorial posible: Siruela. Es la que mejor me ha tratado en toda mi vida, la que más se ha enamorado de un libro mío, la que mejor lo está defendiendo.

Es verdad: no tengo un cochazo ni creo que lo tenga nunca. Ni una casa domótica con luces que se encienden dando una palmada. No puedo permitirme el lujo de hacer grandes viajes. Ni siquiera puedo invitar a cenar a mi familia a uno de esos restaurantes estrellados que, según tengo entendido, te convierten en una persona más culta dos segundos después de encargar mesa. Bastante tengo con llegar a fin de mes. Es lo que tiene ser escritor (o guionista) y no neurocirujano,  futbolista o tesorero del PP. En otra vida ya escogeré mejor. O no, que ya nos conocemos y no sé hacer otra cosa.

El caso es que aquí estoy: levantándome cada día a las cuatro de la madrugada para disfrutar como un niño escribiendo lo que realmente me apetece (la segunda parte de La Trilogía de Sión); y, cuando aparto la vista del ordenador, siempre pienso lo mismo: que me gusta lo que hago y la gente que me rodea. La felicidad es eso, ¿no?

Pues lo dicho: siempre he tenido suerte en esta vida. Que dure.

 

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