Uno de los lugares comunes de Sant Jordi es oír a un escritor comentando la paradoja de que durante el Día del Libro es cuando hay menos autores produciéndolos. Lo grave no es eso, sino que, varios días antes (por no decir meses), la inmensa mayoría de los que acabamos de sacar un libro decidimos no hablar de otra cosa. Por alguna extraña fuerza de la naturaleza, desde que nos levantamos (unos más pronto que otros) hasta que nos vamos a dormir, nos dedicamos sistemáticamente a hablar de nuestro libro, tema que resulta aburrido, por no decir exasperante, para todo el mundo excepto para el propio escritor, su familia más cercana, su agente y sus editores.
Me ofrezco como conejillo de indias: si echáis un vistazo a las últimas entradas de este blog, al muro de mi facebook, a mis twitters entre marzo y abril y a mis recientes actualizaciones de linkedin, descubriréis que es imposible ser más monotemático. La (maravillosa) cubierta de «La niña que hacía hablar a las muñecas» aparece tantas veces que deja en ridículo a la sobrevalorada plaga de langostas bíblica. Hay enlaces con todas y cada una de las entrevistas que me han hecho en prensa escrita, radio y televisión, como presuponiendo que algún buen samaritano va a leerlas o escucharlas antes de darle al pulgar levantado del Like o a la estrella de Favorito. De hecho, la mayor parte del día no me dedico a escribir sino a contar estrellas y pulgares. En mi fértil imaginación de escritor, cada pulgar es un libro vendido; cada estrella, el inicio de un boca-oreja que va a convertir mi novela en un best-seller mundial trasladado a serie para HBO.
En fin: se supone que la misión de un escritor es cautivar con sus historias, y por Sant Jordi casi todos (menos los cuatro o cinco que ya venden sin despeinarse) nos convertimos en una jauría de plastas. Es lo que algunos científicos denominan La síndrome de Paco Umbral, en referencia a la mítica frase que el genio madrileño le soltó a Mercedes Milà: «¡Yo he venido aquí a hablar de mi libro!»
Pido perdón públicamente. En mi defensa (y en la de mis colegas de profesión) lo único que puedo alegar es que crear una obra literaria conlleva cierta inversión de tiempo y esfuerzo, a no ser que seas muy joven, muy genial o que te llames Belén Esteban; y que es lógico que pretendamos compensarla en forma de lectores. Por suerte, tarde o temprano el espejismo de Sant Jordi termina evaporándose y todo vuelve a la normalidad: los escritores a dar forma a nuestros próximos proyectos literarios, y los lectores a leerlos y a releerlos vorazmente en cuanto tienen ocasión. Es lo bonito que tiene ejercer nuestro oficio en este país.
PD: haber estudiado de pequeño en un colegio de curas implica que pedir perdón no signifique dejar de pecar. Así que pienso seguir dando la lata con mi novela. Estáis advertidos.
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