Los cereales de Nana


Querer mucho a alguien no significa quererlo todo el tiempo. Es lógico. No todo el mundo (ni siquiera Cristiano Ronaldo, por citar a alguien convencido de su perfección) hace todo el tiempo cosas dignas de ser amadas. Pensemos en la hora del desayuno. En mi caso es un momento crítico. Estos últimos días, muy especialmente. Porque sí, porque me encuentro en el asalto final a la cumbre de una nueva novela  y,  consecuentemente, estoy más sensible, más suspicaz, más ajeno al mundo real, más borde que nunca. Y, como resulta que en nuestro reparto de tareas matutinas, hace tiempo que a mí me tocó preparar el desayuno, me pone los nervios de punta que a mi mujer  le apetezcan los cereales machacados. Puede parecer una tontería sin importancia, pero cuando hace cuatro horas que te has levantado para crear esa acojonante obra maestra de la que todos los críticos hablarán en un futuro inminente y que será un best-seller mundial, desde la +Bernat al Carrefour de Nueva Delhi, tener que pasarte dos minutos agarrando una puta mano de mortero, convirtiendo en puré unos absurdos copos de avena integrales, pues eso, te parece una tocada de huevos. Te sale la mala leche y piensas: Joder, seguro que a Picasso no le obligaban a hacer estas chorradas después de pintar Les demoiselles d’Avignon. 

Es un calentón. Cinco segundos.

Enseguida, recapacito y me doy cuenta de que Nana ha estado bien, una vez más, poniéndome a prueba, porque son esos pequeños instantes que se perderán en el tiempo (ni siquiera como lágrimas en la lluvia, no tienen tanta carga poética) los que, a la larga, nos convierten a todos en humanos de primera división. Ceder a los pequeños caprichos matutinos de tu mujer,  asistir al concierto de fin de curso de tu hija (al aire libre, hostia, dejándome masacrar por los mosquitos), abrirle la puerta del ascensor a la ancianita del sexto segunda que, justo el día antes, se me coló en la cola del super. O me hago muy mayor, o eso es la vida. El resto, o no existe o sólo sirve para pasar el rato.

Pues eso: t’estimo. Con tus cereales incluidos.

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