Cuando tenía catorce o quince años (iba al Instituto) soñé que un desconocido me apuñalaba en el estómago. Nunca olvidaré su cara. Sus ojos diminutos y malignos, su sonrisa mientras se acercaba parsimoniosamente con el cuchillo en la mano izquierda (era zurdo, recuerdo que ese detalle, absurdamente, me distrajo un instante durante el sueño). Su aliento a tabaco y a alcohol mientras me hería de muerte. Ha pasado mucho tiempo, pero sigo recordando hasta el más mínimo detalle de mi muerte soñada. Todo sucedía en mi antiguo colegio de EGB, La Salle de Premià. Yo me encontraba en la segunda planta (por ningún motivo concreto: los sueños son así) cuando una voz de mujer muy asustada gritaba por megafonía que nadie saliera de las aulas. Y comenzaba a rezar en latín. El latín siempre acojona.
Entonces aparecía ese hombre. No decía nada. Subía muy despacio las escaleras, venía hacia mí, sonriendo de oreja a oreja, y me hundía la hoja hasta la empuñadura.
Yo caía al suelo de rodillas y empezaba a desangrarme, pero un segundo antes de volverse todo negro veía un reloj de agujas que señalaban las ocho y quince. Y, justo al lado, un calendario de pared: 20 de Junio de 2015.
Lo recuerdo porque, por aquellas épocas, me encantaba jugar con los números igual que con las palabras, y lo primero que pensé al despertar fue que las tres cifras, en realidad, eran la misma, porque las ocho y quince también podían ser las 20:15. Y que 20 de junio también podría ser 20/6 (y por tanto, rizando el rizo, 20:1+5). Es decir: tres veces 2015.
Hoy me levanto, miro el calendario, y veo que el sábado fue día 20. De Junio. De 2015. Y que sigo vivo (moderadamente, porque soy autónomo).
Menos mal que no creo en los sueños premonitorios. Me he ahorrado cerca de cuarenta años de ansiedad inútil.
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