Asisto a una rueda de prensa de un importante, importantísimo, premio literario y, como siempre en estos casos, acabo pensando: córcholis, qué bien venden su obra los otros escritores. Hablan como si escribieran sonetos, sueltan palabrejas súper complicadas con aparente espontaneidad, miran con cara de póquer al típico periodista que les hace una pregunta eterna (de esas que se alargan y se alargan de tal modo que el propio sujeto que la hace, si fuera honesto, debería parar de pronto y decir: “Da igual, ya me la he respondido yo mismo alrededor del minuto quince”).
En resumen: son autores completos-autores comansi. No solo tienen una idea y la escriben, sino que, además, la venden.
Yo no, y ya lo digo ahora, con tiempo, para que mis admiradas amigas de Seix Barral no tengan una decepción. Yo no he nacido para vender. Una vez soñé que trabajaba en un concesionario de Ferrari, un posible comprador me preguntaba por las características técnicas del último modelo (una mezcla de Testarrosa y Batmóvil) y yo le respondía:
-Pues verá: tiene cuatro ruedas. Y un volante. Aunque si piensa tener niños no se lo recomiendo porque detrás no le va a caber el moisés.
Ese soy yo.
Por supuesto que me tomo en serio mi trabajo de escritor. Soy todo lo metódico, constante, perfeccionista y neurótico que puedo. Me paso días retocando un diálogo, buscando el adjetivo que falta, eliminando los dos mil quinientos treinta y seis que sobran.
Tardé dos y años y medio en terminar “La vida en siete minutos”; es mi niña, mi orgullo, y en fin: no se merece un vendedor como yo. Me imagino a un periodista preguntando: “¿Qué pretendías expresar con ella?”, y yo soltando cualquier estupidez, del tipo: “No lo sé, no la he leído”. Soy capaz. Lo sé porque ya lo hice. Respondí eso en una rueda de prensa. A un amigo mío le hizo mucha gracia.
Daría lo que fuera por una de esas máscaras que se pone Tom Cruise en sus Misiones Imposibles, una con mi cara, con la peca en el lado izquierdo y todo. Se la pondría a otro autor de los buenos (uno que, además de escribir, hablara sin decir chorradas), lo mandaría a la rueda de prensa, y yo podría quedarme en casa tan tranquilo. Más tarde, mi doble saldría en las noticias y yo, sin darme cuenta de lo absurdo de la situación, seguramente pensaría: “Tengo ganas de leer el libro de este tío”.
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