Todo el mundo sabe que en este país son muy pocos los que pueden vivir exclusivamente de la literatura. Los restantes nos vemos obligados a compaginar nuestra vocación con un trabajo más o menos digno que nos permite pagar los vicios y las hipotecas.
No hay otro remedio, así que, por narices, suele funcionar.
En mi caso, he escrito todos mis libros robando tiempo al tiempo: levantándome a las cuatro de la madrugada, encerrándome en el despacho el mes de vacaciones o sacrificando fines de semana.
Arranqué agosto dispuesto a repetir el plan del año pasado, es decir: levantarme con las gallinas, ponerme a teclear como un loco furibundo, y antes de que mis mujeres empezaran a plantearme la eterna disyuntiva (“¿Playa o piscina?”) haber escrito como mínimo un par de páginas aprovechables.
Pues bien: no he podido.
Es duro confesarlo, pero me he pasado largas horas delante de la pantalla, leyendo y releyendo la línea que acababa de escribir. Y de ahí no he pasado.
Supongo que el cuerpo (llámale cuerpo, llámale mente) es listo que te cagas, y llega un punto que se cuadra. Y el mío se ha cuadrado.
A ver: no estoy hablando de escribir un micro-relato para un fanzine alternativo. Para bien o para mal, mi nueva novela, “La niña que hacía hablar a las muñecas”, es, o será, un monstruo. Solo el argumento me ocupa 30 páginas. Tengo un par de carpetas con doce separadores llenas de documentación. He calculado que si fuera uno de esos privilegiados de los que hablaba al principio, los que se dedican exclusivamente a escribir, tardaría tres años largos en concluir la primera versión. Dicho en plata: si mis novelas anteriores eran simpáticas colinas, esta cabrona pinta que es el Everest.
Supongo que lo que me ha ocurrido este verano es que he llegado jadeando al primer campamento base (el principio del cuarto capítulo), y he cometido ese error tan humano de levantar la vista un segundo para ver donde quedaba la cima.
Y de pronto he pensado: “Mejor paro un ratito a coger energías.”
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