Me he pasado toda mi vida enganchado a alguna cosa. Los primeros meses, al pezón materno. Hasta los trece años, al infravalorado arte de morderse las uñas. Luego vino la larga etapa del tabaco en todas sus variedades: cigarrillos negros, rubios, mentolados, sin mentolar, de pipa, puros, lo que fuera con tal de disfrazarme de chimenea con gafas. El resto fue portada de Time: milagrosamente, conseguí dejarlo veinticinco años después y lo cambié por chicles.
Pues bien: mi dentista acaba de prohibírmelos. ¡Dios!
Un segundo, lo repetiré con más dramatismo:
¡¡¡¡¡Dios!!!!!!!
Dice que un chicle más y me cargo no sé cuantas piezas. Bien. No perdamos la calma y reflexionemos en voz alta.
Aparte de representar la ruina inmediata para la casa Trident, el caso es que me siento raro. Muy, muy raro. Llámale ansiedad, llámale desconcierto: al fin y al cabo es la primera vez en cuarenta y ocho años que no sé qué meterme en la boca. Y evitemos los chistes fáciles, que no estoy de humor.
Nana me dice que es mi oportunidad para vivir como una persona normal, e intuyo que es su forma educada de llamarme ex yonki.
Y juro que voy a intentarlo con todas mis fuerzas. De momento he hecho cálculos, y voy a ir almacenando en una hucha en forma de molar lo que me gastaba en chicles: seis euros y pico al día. Cincuenta a la semana. Doscientos al mes. No está mal, ¿verdad?
A este ritmo, cuando deje lo próximo a lo que me enganche, podré aficionarme a los coches de lujo.
Seguiremos informando.
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