¡Por fin! Poco a poco, vuelvo a dejarme poseer por “La niña que hacía hablar a las muñecas”, la novela que estoy escribiendo, la que llevaba tanto tiempo atascada en el fregadero mental. Me gusta esta expresión: dejarme poseer. Se me ha ocurrido después de repasar a pasos de hormiga los tres primeros capítulos. Stephen King, en su práctico “Mientras escribo”, dice que eso es fantástico (no como género, sino como adjetivo). Conviene tomarse un laaaaaargo tiempo antes de releerse, para no saberse de memoria la frase que vendrá a continuación y, así, poder ser crítico con uno mismo.
Pues bien: como crítico soy un desastre, porque he disfrutado desde la primera línea hasta la última. Esa es la buena noticia. La mala es que no tengo ni la más remota idea de como lo he conseguido. Es como si la novela la hubiera empezado otro, alguien entre diez y quince mil veces mejor que yo. ¿No os ha pasado nunca? ¿Jode, verdad?
En estos momentos me embarga una sensación desconcertante, entre el orgullo y el pánico. ¿Poca autoestima? ¿Cansancio? Ni idea. Lo único que sé es que a ese tipo misterioso, el jetas que me suplantó para arrancar el libro, le daría el alma con tal de que siguiera tirando, a su bola, hasta el final. Por desgracia no tengo su teléfono, así que voy a tener que relevarlo. Joder, qué mierda. Pobre novela. Tan bien que iba.
0