Uh, qué miedo. Han pasado dos días y sigo sin reconocerme. La verdad es que lo pasé genial en la rua de Premià. La gente me miraba con complicidad (como diciendo: tío, sé de qué vas, he visto la peli), algunos me hacían fotos, la mayoría se reían. Menos un crío gordito que iba vestido de Batman. Era muy pequeño, su madre todavía lo llevaba en brazos. Me echó un vistazo al pasar y yo quise hacerle la típica monería para que se riera. Le dije “¡Uh!”. Solo eso, lo juro. Y él se echó a llorar.
Mientras me escabullía como una rata, el llanto ensordecedor del pobre chaval me hizo pensar que cuando alguien deposita un arma (en este caso, un maquillaje resultón) en unas manos sin control (en este caso, las mías), siempre, inevitablemente, acaban produciéndose víctimas colaterales (en este caso, el Batman gordito).
En cuanto llegué a casa corrí a esconder la peluca verde, el látex, el tubo de pegamento facial y el resto de gadgets del disfraz en un escondite recóndito del que espero no vuelvan a salir jamás. Bueno, al menos hasta que el dichoso crío tenga edad de pelear conmigo por el control de Gotham City. Y si no, haber escogido mejor el disfraz, maldito enano. Je je je. Feliz carnaval, en cualquier caso.
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