Qué suerte que Dios, en su infinita sabiduría, se lo pensara mejor en el último segundo y decidiera no crearnos a su imagen y semejanza, sino dejarnos más a la tuntún, al libre albedrío, distintos unos de otros. Así resulta más entretenido. Sí, ya sé que una humanidad clonada del Ente Supremo sería algo impresionante, un montón de seres perfectos viviendo en medio de una paz perfecta bajo una capa de ozono perfecta.
Un rollo.
A mí me seducen mucho más los defectos de las personas que sus virtudes.
Me gusta cuando alguien llora. Estornuda y se pone a tiritar. Se cansa en una subida. Se derrumba al final de una jornada. Suelta una risa, tose, se casca un cuesco en el momento más inadecuado.
Me gusta la gente que pide consejo. Que confiesa: “Tío, estoy hecho una mierda”. Que se olvida el lápiz de memoria antes de una reunión crucial.
Y lo mismo aplicado al físico. Pues claro que me encanta Natalie Portman, no soy tonto. Pero en el día a día real adoro las narices grandes. Los labios demasiado finos. Las entradas. Ese pelo-liana que surge, de pronto, de una oreja. Las arruguitas en las comisuras.
Toda la gente a la que quiero tiene, al menos, un pequeño defecto que puede constatarse científicamente. Es su carné de ingreso al reino de lo humano.
Justo en el otro lado está la gente infalible. Antes solía odiarla. Hasta que hace poco comprendí que, en el fondo, me gusta también, porque su principal error es tratar de colarnos que nunca tienen uno.
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