El niño pollo


La foto de arriba refleja uno de mis tres traumas infantiles causados por las monjas de Premià. No recuerdo haber pasado vergüenza en ese instante, pero la imagen está ahí, me reconozco en ella y, por tanto, es obvio que debería recurrir urgentemente al psicoanálisis para tratar de extirparme ese horror lovecraftiano del cerebro.En fin, lo confieso públicamente a modo expiatorio: soy uno de los patéticos híbridos de niño-pollo que en 1970 cantaron Co-co-co-ricoooo en el patio del colegio de la Divina Pastora. (¡Y a plena luz del día! Al menos Batman y su pijama de murciélago se parapetan en las sombras de Gotham) Yo hacía segundo y era muy ingenuo. ¡Dios, no merecía eso, antes una snuff movie con sierra mecánica!

Los otros dos traumas son mucho más leves. 1) La más surrealista de las advertencias monjiles (lo cuento más extensamente en mi novela “L’edat dels monstres”): Niños, cagad deprisa porque Satanás suele aparecerse en el baño”. Supongo que intentaban evitar que entre apretón y apretón nos diéramos un toque de más en  las partes pudendas. Con ocho años, lo normal. 2) El mítico cuarto de las ratas. Nunca me llevaron allí, pero la amenaza estaba en el ambiente. Todo el que se pasara de la raya sería encerrado una hora en ese lugar que, intuyo, sólo llegó a existir realmente en nuestra imaginación. En la mía daba mucho miedo. Las ratas reían con la i.

Ratas en los cuartos; demonios en los váteres; crestas de pollo en la cabeza. Con una infancia así, cualquiera llega a adulto sin catar los ansiolíticos.

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