Las preguntas de los niños suelen contener una película dentro. No todas las preguntas, me refiero a algunas. Y no necesariamente una película larga, puede que sólo dé para un corto.
Y hasta aquí la introducción.
Alba me preguntó una vez, cuando tenía cuatro años: “¿Papá, dónde duermen los ascensores cuando terminan de trabajar?”
La imagen me pareció muy chula. El ascensor visto como un profesional que sube y baja personas. A la hora en que finaliza su jornada laboral, lo más lógico es que se retire a descansar.
Me lo imaginé desenganchándose del cable con alivio, saliendo silbando del hueco (que no es suyo, al contrario de lo que sugiere la frase hecha “el hueco del ascensor”) y volviendo a casa. Y su mujer (que ha engordado un poco desde la boda, ahora es montacargas): ¿Qué tal el día? Y él: Horrible, cariño, el yayo del sexto se ha tirado un cuesco y he visto mi vida en diapositivas.
Luego, lo típico de todos los matrimonios ascensoriles: un ratito cataléptico de tele (casi siempre programas de gente encerrada en espacios pequeños), el beso de buenas noches, apagar la lamparita. Y al día siguiente, una ducha rápida, un beso de despedida y la carrera habitual para llegar a tiempo de relevar al compañero del turno de noche. ¿Qué tal? Y el otro, con voz soñolienta: Cojonudo, el mediano de los García llegó con la novia a las tantas, me pararon entre dos pisos y echaron un polvo de narices. Se quita el cable, el otro se lo engancha y recomienza el ciclo.
¿Qué? Hace de ascensor Luís Tosar y algún premio se lleva.
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