Los mocos de Dios


Dios no sólo no existe, sino que es un chapuzas. Menuda birria de trabajo se marcó con nosotros. Piel blanda que se rasga nada más mirarla, huesos y genitales frágiles, pelos en la nariz y en las orejas.  Y el software es peor, no llevamos de fábrica ni un triste antivirus. Cambia el tiempo na, un poquito, y el 99,9% de la humanidad tiene que arrastrarse por la vida con un gigantesco moco en el cerebro. Esto no es normal. O Dios, en su infinita sabiduría, hizo un pacto con los primeros profetas de Kleenex para sacar tajada del negocio, o con todos los respetos es más inútil que el primer lampista que vino a hacernos las reformas (el que echamos porque hizo doce agujeros en el techo para empotrar cinco bombillas).

¡Estamos mal hechos, por Dios! Que nos devuelvan el dinero.

Sí, ya, en teoría nos hizo “a su imagen y semejanza”. Y una mierda. Alguien tan espabilado como para currar seis días y descansar el resto de su vida eterna; un Ser omnipresente (no tanto como Belén Esteban, pero casi), que cuando le sale de los huevos se convierte en paloma y que, encima, es capaz de pasearse con túnica y un triángulo en la cabeza fuera del Love Parade, es imposible que pueda resfriarse.  Lo que pasa es que con nosotros quiso ahorrarse gastos de producción.

Mi teoría es que creó primero al rinoceronte, acorazado por los cuatro costados, supercachas, con esa nariz a prueba de congestiones, y pensó: “¿Sabes qué? Al hombre que le den.”

Así nos va.

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