Me planteo escribir sobre las vacaciones y en lo primero que pienso es en el tiempo. El tiempo es algo muy raro que suele desconcertarme. Recuerdo, por ejemplo, lo lejanas que parecían mis vacaciones de verano el 15 de febrero, a la mañana siguiente de la gala de los premios Goya. Después de unos meses febriles de trabajo me sentía como si acabaran de extraerme de una licuadora de cerebros; pensaba: “Dios, no llego a Agosto.” Hoy pienso: “Dios, parece que fue ayer”.
Aunque aparezca en ambas frases a modo de cameo, Dios no tiene nada que ver. Es el tiempo el que juega con nosotros. Pasa de primera a quinta y, de golpe, parece detenerse. Nos da esperanza y ansiedad. Nos da y nos quita fuerzas. A veces intentamos olvidamos de él, y el muy canalla nos castiga llenándonos de michelines, huesos doloridos y pelitos en la oreja. Otras veces, cuando está de buen humor, finge retroceder para que mi mujer y yo podamos sentirnos como unos chiquillos.
Lo digo porque estas próximas semanas espero llegar a un pacto de caballeros con este poderoso amigo/enemigo. Le pediré que deje de controlar cada latido de mi vida a cambio de lo de siempre: volver a entregarme a él en cuerpo y alma a la vuelta de vacaciones. Si veis que este blog se interrumpe momentáneamente es que habré triunfado.
1