Llorar


Qué gusto da llorar cuando algo te emociona. Yo lloro mucho. Lloré cuando nació mi hija y la primera vez que contemplé El Louvre. Lloro con algunos libros. Con los triunfos épicos del barça. Y, sobre todo, con una buena peli. La última, esta tarde: Toy Story 3. He llorado durante todo su tramo final, unos cinco minutos largos. Lágrimas calientes, inconsolables, que no han parado de brotar por debajo del doble muro de gafas (las mías y las de 3D). Menos mal que han añadido ese epílogo festivo durante los títulos de crédito. Así, cuando se enciende la luz del cine, todo el mundo sonríe. Hasta en eso han pensado los genios de Pixar. Dicen que han estado más de dos años trabajando el guión. Se nota.

Antes, por la mañana, doble visita al hospital. Nana (es imposible no quererla) le ha estado cortando el pelo a mamá mientras yo afeitaba a mi padre. Es la primera vez que lo hago (papá es muy orgulloso, le cuesta dejar que los demás le cuiden) y ha sido una experiencia extraña. Él llevaba una barba de tres días, con unos pelos de cepillo de dientes. He usado una inofensiva maquinilla eléctrica en vez de navaja a lo Sweeney Todd, pero, aun así, mi padre tiene la piel tan fina en algunas zonas del cuello que constantemente temía hacerle una sangría. He ido muy, muy despacio. Me he alargado bastante más que el final de Toy Story 3.

Cuando he terminado, he captado un brillo de emoción en la mirada de mi padre. Pero no ha llorado. Él es de otra época.

 

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