Salgo de la farmacia (donde he permanecido un minuto y medio escaso) y lo primero que distingo es la sonrisa lobuna, ligeramente sádica, del policía municipal junto a mi coche subido en la acera. Me acerco y le digo:
-Perdone…
Él se lleva la mano a la culata del revólver de reglamento y mueve la cabeza muy despacio de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, en un signo universal que significa no.
Pienso: díselo. Ahora. Dile que soy yo el que circula a 80 por la autopista del Maresme (menos en hora punta; entonces no circulo, arrastro los neumáticos con indolencia, como todo el mundo); el único que respeta el límite de 50 en los tramos urbanos de esa N-II de la que todos los de la comarca estamos tan orgullosos; y, por encima de todo, el último gilipollas que va a 40 por Premià. Hasta los peatones con muñones disfrutan retándome a carreras.
Pienso: díselo. Ahora. Dile que desde hace años, todas las mañanas, a primera hora, tengo que aguantar que haya coches mal aparcados en la parada del bus del colegio de mi hija. El bus tiene que detenerse en mitad de la rotonda, con nuestros niños esquivando los bólidos que pasan a toda leche (lo bueno es que crecen con unos reflejos de puta madre, de mayores podrán trabajar de ninjas). Pienso: dile eso, y coméntale, de paso, que la policía municipal ha pasado miles de veces por ahí a esa hora, pero que ni una sola se ha dignado detenerse. Supongo que en ese momento tiene otras emergencias más cruciales, tipo Jungla de Cristal. O a lo mejor pasa de largo porque varios de los coches que joden el acceso al bus suelen ser de la Guardia Civil (hay un bar enfrente), y ya se sabe: no hay que provocar tensión entre distintos uniformes, no vayamos a liarla.
Pienso: díselo. Ahora.
-¿Sabe? -le digo-. A lo mejor la recurro.
-Está en su derecho -me responde él.
-Bien.
Total, que cojo la multa con una gran dignidad y me la guardo.
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